viernes, 10 de febrero de 2017

SIGLO XX: EL PROCESO DE SUSTITUCIÓN DE LO SACRO

Si se excluyen las diversas posiciones de filósofos cristianos —desde el tomismo a las corrientes inspiradas en el agustinismo—, la religión continúa siendo la gran ausente en el pensamiento filosófico occidental del siglo xx. Bergson significó, en el primer tercio del siglo, un cierto renacer del espiritualismo, pero teoréticamente el filósofo francés no llegó nunca a la afirmación de un Dios personal.
El neoidealismo —tanto el anglosajón de un Bradley como el italiano de Croce o Gentile— se mueven siempre en la reducción hegeliana de religión a filosofía. Tanto Croce como Gentile consideraban que el cristianismo no podía hacer ningún mal —al contrario— a la gente sencilla, pero sostenían que el que sabe no tiene más remedio que «no ser cristiano». El neoidealismo es una gnosis.
Positivismo y neopositivismo (con sus derivaciones posteriores de filosofía analítica, filosofía del lenguaje, etc.) siguen dependiendo a la vez —aunque por complejos vericuetos— de Comte y de Kant. Se dice: sólo hay ciencia y verdad de lo empíricamente verificable; es así que la existencia de Dios no es verificable con los métodos de las ciencias naturales, luego las cuestiones religiosas no son ni verdaderas ni falsas; simplemente carecen de sentido.
De la actitud hacia la religión de la otra extensa familia filosófica y política que se confiesa marxista no es preciso decir mucho. Ni Rosa Luxemburgo, ni Lukács, ni Gramsci, ni Althusser, ni Fromm, ni Schaff (por citar sólo algunos nombres) han variado nada de la posición primitiva y constante de Marx. Lo más que se ha podido conceder es que el fenómeno religioso persiste, pero su explicación se hace en clave exclusivamente humana.
El existencialismo es ateo por principio en Sartre, arreligioso en Heidegger, vagamente panteísta en Jaspers. Marcel intentó, desde su conversión, una combinación de existencialismo y sentido religioso.
El tema de la «muerte de Dios» —ya anunciado a su modo por Hegel— fue recogido, en otro contexto, por Nietzsche y a través de él se ha perpetuado en pensadores de calidad variada, políticamente diversa, tanto en una especie de neoanarquismo —Cioran, por ejemplo— como en el intento de formación de una «nueva derecha» de signo paganizante.
De los últimos años, el estructuralismo —tanto en Lévi-Strauss como en Foucault o en Lacan— se basa en la no aceptación de lo religioso, ni siquiera como hipótesis. Después de «la muerte de Dios», se habla de la «muerte del hombre», reducido a ser «cosa entre cosas». Se intenta incluso romper con la idea de un «sentido de la historia» que, para estos autores, no es más que un residuo inútil del cristianismo.
Si se excluye a Heidegger y a otros existencialistas, ninguno de los mejores filósofos del siglo xx ha dedicado la más mínima atención al tema de lo sagrado. El estudio de lo sagrado ha sido relegado —como análisis de un fenómeno— a la psicología social, a la sociología religiosa y a la historia de las religiones. De ordinario, se parte del presupuesto —exquisitamente filosófico— de que lo sagrado es una creación humana, sin más. Incluso cuando se habla de la necesidad de lo sagrado o de su inevitabilidad, se hace desde una perspectiva de simple comprobación de hechos. No se tiene en cuenta el hecho de que millones de personas se refieren a lo sacro en una perspectiva muy distinta, en un nivel no reducible a lo social. Esto no parece importar demasiado. Cuando se parte de la afirmación de que lo supra-humano no tiene derecho a la existencia, incluso millones de comportamientos se ven privados de valor.
Estos distintos tipos de filosofía —en la segunda mitad del siglo xx quedan tres: marxismo, neopositivismo y existencialismo— viven sobre todo en la esfera académica y comparten su dominio con un agnosticismo que silencia los temas religiosos. Esta situación, que se prolonga desde hace más de un siglo, ha hecho que cientos de miles de universitarios de las ramas de filosofía, historia, sociología, psicología, lingüística, etc., hayan sido instruidos en la inoperancia práctica de la religión, dando por descontada su irrelevancia teórica. Si se tiene en cuenta que de estas universidades han surgido, en muchos países, la casi totalidad de los políticos, una buena parte de los informadores (prensa, radio, televisión) y la totalidad de los profesores en los diferentes niveles de enseñanza, se comprenderá el proceso de descristianización; cabe incluso extrañarse de que este proceso no haya sido más extenso e intenso.
Una explicación sociológica de la pervivencia de lo religioso reside en el hecho de que la cultura «superior» ha llegado y sigue llegando sólo a pequeños estratos de la población. En los niveles de enseñanza primaria y media, por un lado, algunos maestros no se habían formado con profesores desacralizadores; por otra parte, sienten un natural respeto hacia la religión «para los niños», la misma idea de la que participaban Croce, Gentile y muchos otros intelectuales descreídos pero no fanáticos; por último, tenían que respetar los legítimos deseos de los padres que han estado y están, mayoritariamente, a favor de que los hijos tengan una enseñanza y una práctica religiosa.
Se ha dejado para el último lugar —en orden, no en importancia— la continua tarea evangelizadora de la Iglesia católica y de otras confesiones cristianas. Aun en contra de las tendencias dominantes en el pensamiento filosófico, la Iglesia ha continuado dirigiéndose al hombre común, a las familias. La Iglesia —sabiéndose a contracorriente (como era obvio por lo menos desde mediados del siglo xIx)— insiste en su dimensión sobrenatural, e incluso cuando los hombres parecen embriagados de Progreso, sabe decir que tampoco el Progreso —por muchos bienes que traiga— puede ser el ídolo.
Sin embargo, hacia mediados de los años sesenta se opera un cambio. Algunos teólogos influyentes y, poco a poco, una parte de los eclesiásticos proponen adaptar el contenido de la fe cristiana a las principales corrientes filosóficas (marxismo, existencialismo, positivismo) o a lo que se suponía que eran resultados perpetuos de algunas ciencias humanas y sociales, como el psicoanálisis. A la vez, y de una forma rapidísima, el rito religioso es «normalizado», «humanizado», abajado a la total comprensión, desprovisto de su naturaleza de expresión del misterio. Sin pretenderlo —en algunos casos— parecía que se estaba verificando la posición ya defendida por Feuerbach: de que la religión no hace más que celebrar —con el nombre de Dios—la «divinidad» del género humano. El sacerdote dice con frecuencia que lo importante es estar reunidos; falta a veces la referencia última y fundamental: que la reunión tiene sentido porque en ella se adora a Dios, se le da culto.
Tenemos así que, en muchos casos, la «práctica» religiosa coincidía con lo que, sobre ella, habían escrito, teoréticamente, filósofos del siglo xx y sociólogos o historiadores de las religiones. Insistimos en que estos filósofos podrían aparecer —a un siglo o medio siglo de distancia— como vaticinadores de un proceso que entonces no se había iniciado o no estaba en fase avanzada. En realidad, ese proceso se agudizó en fechas recientes —los años sesenta siguen siendo un buen punto de referencia— porque se pusieron los medios para hacer coincidir la fe cristiana con lo que se estimaba lo más importante del «mundo moderno» (expresión que tuvo su momento de gloria precisamente en esos años; la intención original era muy distinta: se quería insistir en algo cierto: que nada de lo que resultase valioso en «el mundo moderno» podía estar en contradicción o pugna con la fe cristiana; que la fe cristiana no sólo podía, sino que debía, «asumir» —término también de esos años— esas conquistas, como lo había hecho en otras épocas).
El «mundo moderno» era, fundamentalmente, dos cosas: el progreso de las ciencias como explicadoras de los «enigmas del Universo» y el progreso de la democracia, o un régimen político basado en el respeto de los derechos humanos y de las libertades civiles.
Las circunstancias históricas en las que se dieron las principales conquistas (cuestiones disputadas entre ciencia y religión, abatimiento del ancien régime que se decía identificado con la religión), dio al mundo moderno un carácter racionalista, liberalizador y antirreligioso. Todo se podía incluso concentrar en un solo concepto: antidogmático igual a antitotalitario. Las creencias religiosas podían conservarse, como algo subjetivo e irracional, mientras no contrariasen las verdades científicas; los creyentes podían ser considerados ciudadanos, pero sólo en virtud de que, entre todos los derechos humanos, se podía incluir también el derecho a la libertad religiosa. Sin embargo, en el momento en el que la religión se presentase como única verdad, como absoluto, estaba ya en contra de la ciencia y de los principios democráticos.
No sabemos hasta cuándo tendrá que pagarse el malentendido ocasionado por las circunstancias en las que germinó la mentalidad «moderna». Pero, prescindiendo de esto, es preciso hacer ver la compatibilidad —es más, la intrínseca coherencia—entre libertad y religión. La libertad religiosa es un derecho, no para conseguir la paz social, sino porque no es propio de la religión obligar a la religión, como ya escribió Tertuliano. Quiere decir esto que lo dogmático no se identifica con lo fanático; que la afirmación de un Absoluto no está en contradicción con la ciencia. Cuando no se piensa así, se están confundiendo los planos. Incluso considerada humanamente, la religión es una explicación global, completa y definitiva sobre el sentido de la vida y del hombre. En ese plano no puede estar en contradicción con ciencia alguna, porque ninguna ciencia (ni la suma de todas; concepto por lo demás difícil: ¿cuándo se sabe que se ha llegado a todas?) tiene respuesta sobre la totalidad.
Se tiende a pensar que la afirmación de un Absoluto (algo exigido por la verdadera religión) lleva consigo la imposición de un Absoluto. Ahora bien, esto es una falacia, algo que se toma de los modelos políticos totalitarios. La religión, que no es política en modo alguno, afirma un Absoluto y a la vez reafirma la libertad del hombre para abrazarlo o no. Entre la verdad y el error, el hombre tiene que decidirse por la verdad, pero afirmando al mismo tiempo que ha de ser buscada y alcanzada en libertad.

Ese es el drama: el hombre tiene necesidad de un Absoluto triunfante. Después de varios siglos de racionalismo queda claro que lo racional —lo funcional, lo cartesiano— no basta. El hombre necesita entregarse a un Absoluto, es decir, a una forma de religión. Cuando no encuentra la religión verdadera, «diviniza» lo que encuentra: la misma ciencia, un tipo de política, una ideología, un estilo de vida.